
La calle se ha convertido en un improvisado supermercado con más de 100 puestos de alimentos cada uno especializado en un producto diferente. Los puestos están fabricados por una robusta madera clara y cada uno tiene un toldo de un color diferente. Conforme andas por los pasillos llenos de tierra el olor de las especies embriaga el olfato. Y también la vista. Montones de colores rosas, amarillos oscuros, verdes y negros de alimentos que sólo reconocen los autóctonos.
Al lado de esta colorida caseta hay otra dedicada al té donde un chico joven ofrece a todo el que pasa por su lado un vasito de infusión mezcla de manzanilla, melisa, lavanda, coco y algo de canela. Confiesa que lleva más de 12 años ayudando a sus padres con este puesto y que el té es una bebida muy importante en su país porque "además de centrar las reuniones sociales, cuando hace mucho calor el té caliente quita la sed".
Al final del mismo pasillo donde está el tenderete de infusiones se encuentra una de las muchas tiendas dedicada a la fruta. Comprando se encuentra una mujer joven que viste con una larga túnica de infinitos colores y desgastadas sandalias marrones. En su cabeza lleva atado un pañuelo con varias hortalizas y en su espalda lleva un bebé de meses que duerme plácidamente a pesar del griterío del mercado. A su lado varias gallinas comen en el suelo algo de lechuga que se le ha caído al tendero. La mujer se ha decantado por comprar varios plátanos y un coco que el dependiente pesa con esmero en una vieja balanza. Acto seguido la mujer le da varias monedas y envuelve los alimentos en un pañuelo- mochila color azul. Tras este puesto la mujer va a visitar un curioso puesto de productos dedicados al cuidado de la piel y que rige una mujer casi anciana. La dependienta está sentada en una caja de madera que hace de asiento que sirve tanto para descansar como para olvidar el pegajoso calor. A pesar de su avanzad edad se levanta de un salto cuando ve llegar a su clienta. Varias pruebas después de potingues y cremas en la cara han surtido su efecto y la joven compra una mascarilla de arcilla para suavizar la piel del cuerpo y agua de rosas para lavar a su retoño.
Justo en la esquina hay una especie de bar compuesto por cinco mesitas de color azul bastante raídas. Las sillas no existen. Hay alguna caja que vuelve a hacer de nuevo la función de asiento o alguna banqueta coja. En el lugar no hay ninguna mujer, tan sólo hombres. Aunque no está demasiado concurrido ya que todavía dos mesas permanecen vacías. Las otras tres están ocupadas. Una de ellas por un grupo numeroso de jóvenes que pasan el día jugando a las cartas mientras sus parientas se hacen cargo de los puestos, en la segunda mesa hay un anciano contemplando ausente el café que tiene entre sus manos. En la tercera mesa, la que está más escondidos dos corpulentos hombres se dedican a charlar mientras fuman.
El sol que también ha participado activamente en el día, comienza a esconderse a la vez que el recorrido por el mercadillo toca a su fin. Casi a las afueras hay un puesto de café y cacao amargo y a su lado una pequeña tienda que hace zumos de todos los sabores para reponer las fuerzas tras el agotador día de tiendas.
Carla Pina García
No hay comentarios:
Publicar un comentario