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Era un día soleado, un 17 de julio, cuando la pequeña Léa abría los ojos por primera vez. El bebé miraba con unas curiosas gafas el mundo al que acababa de llegar y que, en principio, no era lo que le habían prometido. En lo alto se veía un techo de color indefinido, estropeado por el paso de los años. En una equina una araña tejía con paciencia una tela para atrapar a futuros amantes. La niña, al contemplar esta desoladora imagen decidió observar lo que había debajo de ella.
El suelo parecía un basurero lleno de viejas vendas que quizá, en algún momento, consiguieron que una herida dejara de sangrar. Esa mezcla de gratitud y melancolía de la vida que acababa de conocer le impulsaron a mirar a su derecha. Allí había otro ser como ella, algo más grande de tamaño, que estaba en brazos de una chica que vestía un hermoso traje blanco. Pero él no dejaba de llorar. Al observarlo de cerca se percató de que carecía del atuendo adecuado para presentarse, ya que se encontraba desnuda. Con las prisas del viaje no había pensado en vestirse. Así que a la pequeña, a la que no le gusta llorar, le comenzaron a caer las lágrimas sobre el rostro. No sabía que es lo que le iba a pasar. Tenía demasiadas dudas en la cabeza, sobre todo quería saber cómo había llegado a aquella sala. Esa habitación en la que la muerte acechaba cada segundo de vida. Y de la que quería salir.
Cuando le explicaron cómo era el mundo le enseñaron los grandes mares azules que separan los países, las altas montañas con nieve. Le mostraron el colegio donde podría aprender y le dijeron que estaría sana porque si algo le ocurría podría acudir a un hospital donde se cura todo, todo y todo. De repente comenzó a comprender donde estaba. Pero no le habían explicado que se equivocó naciendo en África. Léa continuó llorando con más intensidad. Desconocía la causa de su llanto. No sabía si lloraba por impotencia, por pena o porque se sentía engañada.
Pero el lloro provocó el efecto deseado y la señora de traje blanco le cogió entre sus brazos. Sus suaves manos le acariciaron el rostro con una suavidad extrema. La señora de blanco le trasladó a otra sala. En una de las paredes de la habitación colgaba un cartel que en ese momento no entendía, pero que años más tarde comprendió su significado. Aquel cartel le separó para siempre de su madre. Por favor lávense las manos antes de atender un parto. Pero a su lado faltaba otro cartel, Aquí no hay agua.
El suelo parecía un basurero lleno de viejas vendas que quizá, en algún momento, consiguieron que una herida dejara de sangrar. Esa mezcla de gratitud y melancolía de la vida que acababa de conocer le impulsaron a mirar a su derecha. Allí había otro ser como ella, algo más grande de tamaño, que estaba en brazos de una chica que vestía un hermoso traje blanco. Pero él no dejaba de llorar. Al observarlo de cerca se percató de que carecía del atuendo adecuado para presentarse, ya que se encontraba desnuda. Con las prisas del viaje no había pensado en vestirse. Así que a la pequeña, a la que no le gusta llorar, le comenzaron a caer las lágrimas sobre el rostro. No sabía que es lo que le iba a pasar. Tenía demasiadas dudas en la cabeza, sobre todo quería saber cómo había llegado a aquella sala. Esa habitación en la que la muerte acechaba cada segundo de vida. Y de la que quería salir.
Cuando le explicaron cómo era el mundo le enseñaron los grandes mares azules que separan los países, las altas montañas con nieve. Le mostraron el colegio donde podría aprender y le dijeron que estaría sana porque si algo le ocurría podría acudir a un hospital donde se cura todo, todo y todo. De repente comenzó a comprender donde estaba. Pero no le habían explicado que se equivocó naciendo en África. Léa continuó llorando con más intensidad. Desconocía la causa de su llanto. No sabía si lloraba por impotencia, por pena o porque se sentía engañada.
Pero el lloro provocó el efecto deseado y la señora de traje blanco le cogió entre sus brazos. Sus suaves manos le acariciaron el rostro con una suavidad extrema. La señora de blanco le trasladó a otra sala. En una de las paredes de la habitación colgaba un cartel que en ese momento no entendía, pero que años más tarde comprendió su significado. Aquel cartel le separó para siempre de su madre. Por favor lávense las manos antes de atender un parto. Pero a su lado faltaba otro cartel, Aquí no hay agua.
Carla Pina García
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